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Entrenando conciencias y consensos

2021 se ha convertido en otro año desafiante para la actividad turística. Los claros rastros de la incertidumbre y la inestabilidad se han instalado en el mundo, señalando que cada vez es más necesario planificar y entrenar una nueva normalidad, sensible a la transformación permanente. Ya no sólo se trata de diseñar marcas o productos interesantes y acordes al momento que se vive; tampoco de revisar o amoldarse a normativas o protocolos bajo las cuales actuar. Hoy es necesario entrenar un nuevo estilo de actores y escenarios que protagonicen “el viaje soñado”.

El turista actual difícilmente encuentre en las medidas sanitarias impuestas, aquel estilo relajado de sacar un pasaje y subirse al transporte para viajar. Hoy, según el destino de su elección, deberá pasar por PCRs, cuarentenas, permisos de circulación o dificultades para encontrar alineamiento entre las vacunas autorizadas por las distintas naciones.

En este sentido, es claro que las facilidades que ofrece la burbuja de un vehículo privado, puede llegar a ser un determinante positivo para la decisión; pero no siempre se puede.

Igualmente, y atento a la prevención requerida para las zonas de tránsito o localidades de destino ¿es sanitariamente seguro este tipo de movilización? ¿No sería necesario implementar un mayor y más acordado control en rutas, accesos y peajes entre estados provinciales o nacionales? ¿No tendríamos que concientizar de manera más potente al turista potencial para exigir la responsabilidad de estados que impongan esta guarda? Un Estado que no controle permisos de circulación, temperatura, certificados de vacunación o protocolos exigidos a la actividad privada y un viajero que no exige el cumplimiento de estas medidas en lo público y lo privado, no es una buena conjunción para superar rápidamente la pandemia. Acostumbrados a pasar de largo en las postas policiales, deberíamos ahora parar y exigir el control como un servicio que los gobiernos deberían ofrecernos de manera rigurosa, bajo la finalidad de brindarnos información preventiva sobre nuestra salud.   

Por otra parte ¿qué sucede con quien debe utilizar servicios turísticos terrestres u aéreos? ¿Cómo brindarle a ese turista un viaje relajado y seguro que le permita recorrer circuitos interprovinciales o internacionales, siendo respetuoso del derecho federal o nacional de imponer protocolos propios y sin sumarle complejidad para su realización?  Hisopados en una, certificados de circulación en otras, son estrategias poco propicias para el fomento de una actividad turística afable. Sin embargo, no imponer estas medidas vuelve a los destinos inseguros.  Ahí es donde los estados tienen un rol fundamental que debe ser regido por compromisos mutuos. Por un lado la gestión de convenios de colaboración para la unificación de protocolos y, por otro lado, una organización responsable en las zonas de transición limítrofes para un control sanitario acordado,  pueden aportar esa comodidad de un turista que además requerirá un diseño claro de comunicación integrada.

Más complejo es el sostenimiento del intercambio turístico de un país a otro debido a las diferencias objetivas, representadas por la incidencia de sus políticas públicas. Por ejemplo, Argentina lleva un ritmo de vacunación y de realización de pruebas diagnósticas poco eficiente a la hora de dar cobertura a su población frente a la pandemia, con un sistema de salud agotado en capacidad instalada y profesional y con un altísimo nivel de contagio que no permite levantar las barreras limítrofes. Quien viaja hoy por el territorio argentino difícilmente sabe a qué se expone, no sólo por el nivel de contagio existente de una localidad a otra, sino también por las medidas gubernamentales que no tienen anclaje seguro en el tiempo. Las dificultades para lograr una planificación nacional que signifique una cierta estabilidad en las políticas de salud, termina derramándose en una población que no tiene respuesta fácil hacia una acción decidida.

Por un lado, están quienes prefieren quedarse en casa, entendiendo que viajar se puede volver un problema, lo cual conlleva un problema para la reactivación de los sectores más productivos del país. Por otro lado, están quienes se lanzan en manada, esperando temporadas altas y fines de semana largos, respondiendo a la necesidad provocada por un año de encierro y pronósticos poco esperanzadores hacia el futuro. Oleadas que no traen buenas consecuencias para los destinos.

Quizás para encontrar un equilibrio entre el cuidado sanitario y la posibilidad de disfrutar en plenitud de un viaje, hay que mirar al mundo. Hace un año atrás, la Asociación Española de Normalización, UNE, en colaboración con el Instituto para la Calidad Turística Española (ICTE), y como producto de un año de observación y experiencia, publicó 22 especificaciones que establecían directrices y recomendaciones para la reducción del contagio por coronavirus SARS-CoV-2 en el sector turístico, con capacidad para estandarizar -con viento a favor de consensos e intenciones de homogeneidad- un protocolo en todas las comunidades internacionales-.  

Mientras tanto, la posibilidad de un viaje seguro, probablemente necesite entrenar la exigencia de los turistas consumidores, de los productores de servicios y de los pobladores de los destinos, para generar insistencia sobre las obligaciones de los gobiernos: acelerar vacunaciones y testeos e imponer controles más eficaces por parte de los Estados, celebrar acuerdos y consensos que le den homogeneidad a los protocolos interterritoriales y brindar una información turístico-sanitaria unificada como herramienta que facilite la elaboración de itinerarios destinados al descanso de unas buenas vacaciones.

Mientras esto no ocurra, gran parte de la carga preventiva recaerá inevitablemente en el turista que se sentirá cada vez menos incentivado a viajar y en las capacidades de atención de las localidades cada vez más saturadas en sus servicios de salud.

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