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Bajo la sombra de la historia de una reactivación inestable vuelven los vuelos

Imagen de Jan Vašek en Pixabay

En abril de este año, una resolución de la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC) disponía que las compañías aéreas podían vender y programar sus vuelos regulares a partir del mes de septiembre, dependiendo de la situación sanitaria del momento; una decisión siempre relativizada por el estado de la pandemia de coronavirus.

Para mayo, en medio de las movilizaciones de los autoconvocados del sector turístico, el anuncio cambió bajo la promesa de un adelanto. El ministro de Transporte, Mario Meoni, estimó que faltaban sesenta días para reinaugurar la circulación aérea y terrestre de larga distancia, lo que llevaría a la fecha de inicio de los vuelos al mes de julio. Mientras todos soñaban con la temporada de invierno, las empresas privadas comenzaron a hablar de tarifas flexibles y cambios de fecha sin penalidad, que aún así no lograban seducir a los presuntos turistas asustados por los números de la pandemia, ni al resultado final esperado: un gobierno realmente decidido a la apertura.

En junio, la agencia de noticias oficialista Telam, ratificaba que el plazo esperado ya no era una conjetura y que se había adelantado al mes de julio, permitiendo que los vuelos de cabotaje regresaran con servicios interprovinciales y desde y hacia Buenos Aires. 

Una presunta planificación, dejaba en claro que las operaciones concentradas únicamente en el aeropuerto internacional de Ezeiza, se debían no sólo a las obras de ampliación que se estaban realizando en el Aeroparque Jorge Newbery, sino también a la situación de indefinición jurídica de El Palomar con un pedido de amparo de los vecinos molestos por los ruidos provocados por el movimiento aéreo.

Se anunciaban así entre 32 y 38 vuelos semanales pertenecientes a todas las compañías que ofrecen servicios de cabotaje en el país, a excepción de Lan Argentina que cerró sus oficinas locales tras considerar “la dificultad de generar los múltiples acuerdos necesarios para enfrentar la situación». Esto contribuía “a configurar un escenario en extremo complejo, en el que no están dadas las condiciones para viabilizar y sostener a largo plazo las operaciones de la filial». Así el comunicado que despachó la empresa más competitiva para la línea de bandera.

Mientras tanto, la apertura de la estación de El Palomar era considerada por el gobierno como poco “razonable”, bajo el fundamento de que su condición logística de una conexión ferroviaria a 300 metros del único de los tres aeropuertos que cuenta con prestaciones básicas para disminuir los costos de operación de las empresas y reducir los valores de la tasa de embarque, no era suficiente para cubrir la operación aérea. La estación aeroportuaria que desde el inicio de sus operaciones transportó a 764.000 personas, entre las cuales 130.000 lo hicieron por primera vez, se enfrentaba a la propuesta competitiva del gobierno que pensaba en armar un sector “low cost” en Ezeiza, con costos operativos similares a los actuales, un refuerzo de la conexión terrestre y servicios que posibiliten un traslado funcional a las necesidades de los pasajeros. Una enunciación que de mayo a la actualidad no tuvo concreción.

Julio se convirtió nuevamente en la promesa de septiembre y la de septiembre en una nueva cancelación con fecha tentativa para la primera quincena de octubre.  Confirmados los protocolos para vuelos y viajes de micros de larga distancia por el propio ministro Meoni, la promesa se vio eclipsada por una advertencia: las restricciones de algunas provincias que ganaban la facultad de limitar la posibilidad de arribo de vuelos de cabotaje en forma total o parcial, en relación a determinadas provincias.

De ahí que el nuevo anuncio –que fue pronunciado esta semana- para el próximo mes de noviembre choque con la incertidumbre que desde el 20 de marzo viene sufriendo el sector del turismo y también los gobiernos locales. Las marchas y contramarchas con noticias que sólo alimentaron las portadas de los medios de comunicación, fueron postergando esa apertura tan deseada, generando, no sin razonabilidad, una crisis de confianza que se extiende a la mayoría de las decisiones privadas.

Hasta el momento, la Argentina es el único país de la región que no abrió sus fronteras internacionales, cuenta con muchas barreras internas interprovinciales y más protocolos anunciados que gobiernos de cualquier nivel que puedan controlarlos. Al protocolo único diseñado por Nación para todas las áreas de operación de los vuelos, se le suman las medidas más, menos o totalmente restrictivas, diseñadas para el ingreso o egreso a los distintos territorios provinciales o municipales, y son varios los gobernadores que no están dispuestos a recibir vuelos.

Lo cierto es que para noviembre ya van a haber pasado siete meses sin actividad turística, y esta medida se toma con un pronóstico reservado, en el peor momento de la pandemia y sin mayores definiciones a no ser por la «prueba piloto» que se llevará a cabo en Bariloche, con el ingreso de sólo 500 turistas rionegrinos que obligadamente llegarían de uno de los puntos más álgidos en cantidad de casos de coronavirus, el Alto Valle.

Pero a nivel nacional, recordemos que según los últimos anuncios, la reactivación del tráfico aéreo regular de cabotaje, de transportes de media y larga distancia y ferroviario, sólo queda reservada “a trabajadores esenciales o pasajeros que deban trasladarse por razones de salud, junto con sus acompañantes si fuera necesario», y siempre y cuando sean argentinos.

Las medidas que comenzarán a regir a partir de la resolución en el Boletín Oficial, significan para el gobierno un condicionamiento gradual que pareciera aspirar a un verano con un turismo y frecuencias más habituales. Un movimiento que probablemente no llegue a cubrir los desequilibrios de un sector privado con tiempo de descuento, cada vez más cercado por una economía poco favorable de no abrirse las fronteras nacionales, y con una agenda de reactivación que dice querer aportar a la demanda de un pasajero avasallado por la pérdida de valor del peso argentino y los aumentos en el costo de vida y una oferta poco sostenida por un plan económico y político más seguro que permita planificar el futuro, tras siete meses de inactividad, sin sumar los meses que le quedan al sector para un reacomodamiento proclive a la inestabilidad o a nuevos cierres.

Mientras tanto a muchos les sigue surgiendo una pregunta ¿no habría sido mejor compatibilizar una ley de emergencia turística que resguarde la oferta con una ley de reactivación que colabore con la demanda?

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